Un trayecto cualquiera en un coche cualquiera, o no.

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Me senté, nos saludamos y arrancó. Su gracioso acento me animó a preguntarle acerca del trozo de tierra a flote en el que estábamos. Miraba por la ventana mientras me relataba su juventud.

 

–      ¿Ves la catedral de Palma a tu derecha? me decía. Antiguamente el mar cubría todo hasta la catedral.

 

“Será maravilloso viajar hasta Mallorca” tarareaba mi mente una y otra vez.  Intercalaba su relato con mi mirada que traspasaba la ventana. Veía una paleta de colores jamás vista antes. Turquesa satinado, turquesa opaco y más turquesa térreo.

 

Me llevó por El Portixol. Debo admitir que me sentí algo abrumaba ante tanta belleza. Mi intento fallido de capturar en mi mente cada detalle, cada rincón, despertaron mi hemisferio resolutivo. Rápidamente agarré un cuaderno de mi bolso, un boli y me dispuse a apuntar mis keywords personales. “Restaurante COCCO”, “calas”, “arena blanca”, “música al sol”, “familias paseando”… y tantas muchas más. Las quería recopilar todas. No me admitía olvidar algo.

 

–       Perdone, ¿a cuánto estamos de mi destino? Le pregunté.

 

Su respuesta tardó algunos segundos en llegar. Deduje que la brisa marina que acariciaba su rostro le obnubiló. No le culpo.

 

–       “En un par de minutos estamos”, me dijo.

–       “De acuerdo, gracias”, respondí.

–       “Bueno, en un par mallorquín señorita. Estaríamos ante un rango de 1 a 7 minutos”, me aclaró.

–       “De acuerdo, gracias”, repetí acompañado de una pequeña carcajada.

 

Dejamos atrás El Portixol y El Molinar para llegar a Ciudad Jardín. Callejeamos por unas diminutas vías con aire romano. El suelo estaba empedrado de un mineral grisáceo claro. Me retiré el cabello del moflete para poder apreciar el mineral culpable de los botes del coche. Después de varios mini cruces y calles cuya diferencia era inapreciable ante el ojo de un foraster, el coche se paró. Y llegué a mi destino. Quería más.